Así es la esperanza, como una cucaracha. La pisas y parece muerta, pero en cuanto le das la espalda empieza a mover otra vez las patas. La espachurras hasta que se deshace y, en cuanto vuelves con un papel para recoger los restos, la encuentras correteando por el pasillo. Le echas insecticida y se contrae hasta que cierras el bote de espray: entonces se pone a trepar por la pared.
Nunca te libras de la esperanza, tiene el caparazón demasiado resistente, se alimenta de cualquier cosa, se adapta a todos los medios, sabe defenderse de la agresión de la realidad o, al menos, ponerse a cubierto hasta que escampe.
En cuanto la casa quede a oscuras, volverá. Si cierras los ojos, aparecerá en silencio a tus pies. Si te tumbas en la cama, tapado hasta las cejas, se arrastrará bajo el colchón.
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